QUIÉN ME MATA SIN VERLE


Quién me mata sin verle


Quién me mata sin verle,
quién me desnuda con sus campanarios
y palpita conmigo
la agonía más breve esta noche silente,
sinfonía del todo,
de la nada trepidando corceles,
arguyendo rencores y castigos;
impreciso latido de algún pájaro
en esta noche azul del holocausto.

Quién se come mi manzana roja,
quién bebe con la sed que me maldijo,
qué usura de los vientos me sofoca,
hiere mi espalda con su cruz a cuestas,
pone piedras dentro de mi zapato,
engrilleta mi paso
y todas las alforjas del destino
ceban su carestía
sobre mi carne, quién.

Quién sabe mi secreto más audaz,
mi sueño tan prohibido,
mi balada más cruel
y este trocito
de niña que me invento en el suplicio
para no sucumbir
y ser mujer.

Quién solivianta cada tempestad,
los hábitos mezquinos de la tarde
enmoheciendo todo lo que late,
y ruge su escarlata rebeldía,
en botones de fuego por mi sien.

Y me pregunto quién
merodea por mi castillo de ruinas,
envenena las aguas de mi fuente,
introduce sus códigos absurdos
en el teclado de mi deserción,
rapaz, vence mi lumbre y regodea
en los fueros de mi mortalidad,
en los bolsillos rotos de mi ruina,
circula y envejece
al pie de mis esquinas.

No le veo la cara
ni adivino el badajo
más ruín de su amargura
que es mi sombra, la perdición incierta,
la balanza y el credo,
el principio de los tiempos, el imposible aura
del alma solitaria, inútil,
pero eterna.

No he sentido su vaho
obligando a doblarse mi cerviz,
ni su voz, incrustando
la guadaña incendiaria,
en prohibidas palabras
conjurando por mí.

Sólo sé que posee
trémolos de suplicio,
ayes para morderme
cada botón de piel.

A quién he pervertido,
trastocado, perdido
el sendero del cielo y su vaivén.
Y quién podría odiarme tanto
en cada celo,
ya que no existe dios en ningún fuego
ni demonio en la nube del quebranto
que incendie y hiera tanto.

Qué mal de qué montaña,
qué conjuro salvaje ya me nombra
al revés de la sílaba dispersa
de este grito que vive mis dolores,
de esta mueca dormida en mi sonrisa,
de esta sombra diluída en mis ojos
como una maldición.

Y quién, por qué razón
conserva una muñeca hecha jirones
con mi trenza y mis voces de hace tiempo,
con mis lunas ardidas a la lumbre,
con mi rostro curtido de intemperie
y un puñado de aliento de mi primer ayer.

Quién, aguarda mi muerte,
vela con un tizón de podredumbre
sus ansias de perderme,
acuclillado al soplo, al relente
de su tiempo y mi tiempo
que, espero, sea breve.

Quién me mata sin verle,
quién inventó el dolor en mis tendones
y esta lenta comparsa en mis arterias,
esta hiel en mi sangre,
estos rumores
al oído de mi sordera. Quién
daría lo que fuera
por herirme de muerte
y viviendo me hiere,
maldiciendo la hora de mi hora,
por este siempre. Quién.