recuerdos

 

cuento finalista del I Concurso Internacional de Narrativa Breve "Habla de tu aldea"

 

Apenas abro la puerta de mi casa comienzo a oler el laurel, la cebolla, el pimentón picante que nunca faltan en los copiosos guisos que hace mi padre. Me dirijo a la cocina y allí lo encuentro lavando los cacharros empleados en la preparación de la comida. Destapo la cacerola, aspiro el aroma delicioso y, bajo la paternal sonrisa connivente, meto una cuchara en ese manjar que despierta mi apetito, la retiro con una pequeña cantidad de salsa, la soplo varias veces y la saboreo cerrando los ojos. Sonriendo aún, mi papá me pregunta cómo me fue en la escuela, me recomienda que sea un buen estudiante para no ser un simple guardián como él. Luego se pone a discurrir, a recordar. Me cuenta de la pobreza y la falta de trabajo en su Vigo natal, de la belleza de su madre, su amor por ella y el casamiento, de la decisión compartida de viajar solo para buscar empleo en Argentina, de la profunda tristeza de la despedida, del viaje con cuatrocientas ilusiones hacinadas en las bodegas sin ventilación de un buque próximo a su desguace, de la llegada a Buenos Aires, de los días interminables en búsqueda de trabajo y de las noches en vela tiritando de frío en el viejo Hotel de los Inmigrantes, de su amistad con un compatriota dueño de una pequeña hilandería en Avellaneda, del tabuco que su flamante amigo le cedió dentro del mismo galpón de chapas donde estaba instalada la fábrica y en la que comenzó a trabajar de sereno, del envío de dinero y del reencuentro con mi madre en el puerto de Buenos Aires al cabo de diez meses interminables, de la construcción de vigorosos muros con amplios ventanales que albergaron las nuevas maquinarias importadas por el progresista propietario de la hilandería —que llegó a ocupar la manzana entera—, de la felicidad que significó mi nacimiento, de la enfermedad y la muerte de mamá antes de que yo cumpliera el año, y de mi llanto infantil pronto, continuo, como si llegara a comprender la desventurada ausencia; llanto que sólo calmaban los armoniosos acordes de la gaita.

La historia tantas veces repetida y que escucho con los ojos bien abiertos en cada mediodía me dejan insatisfecho. Por tantas cosas que me quedan por decir: que nunca me cansa el relato calcado que ya casi es una leyenda; que amo su charla, su sonrisa, las comidas, cada nota que arranca a esa gaita prodigiosa que me transporta a las rías de Vigo, a sus callejuelas antiguas, a viejos pescadores desplegando las velas y echando sus redes en el mar azul y transparente; que cuando habla de mi madre es como si vislumbrase su figura, escuchara su voz dulce arrullándome con palabras cariñosas, sintiera el roce de sus manos acariciándome con ternura; como si la entrañable evocación tuviese la facultad de crear recuerdos.

Ariel Díaz