la sed. territorio del poema
Por Aldo Novelli
Poeta, narrador, ensayista
Neuquén, Patagonia, Argentina
La poesía es un territorio luminoso en el centro del desierto.
Llegar a la poesía implica atravesar el desierto, el inmenso y sediento desierto.
Después de caminar un largo tiempo sin brújula por ese desierto, después de perderse innumerables veces entre las dunas y las tormentas de arena, un inesperado día, emocionado y perplejo, el poeta ve a lo lejos un resplandor, y vislumbra en esa lejanía engañosamente cercana, la región de la poesía, ese oasis que es la poesía, y entonces, ahora, con un objetivo brillante a la vista, emprende el viaje por ese terreno áspero y violento.
Ese inmenso desierto, que se debe recorrer, es el territorio del poema.
El poema es la sed.
Uno no escribe “poesías”, en el mejor de los casos, escribe “algo” que el otro puede recibir y sentir como un poema, o sea, uno escribe meros artefactos verbales, que podrán o no entrar en el canón establecido por la academia, en el aparato crítico, la tradición, o los marcos generales de una lectura, establecida y aceptada como válida, para definir “lo poético”.
Se escribe en la soledad del desierto, caminando por ese desierto, bajo un sol agobiante durante el día, bebiendo de las escasas gotas que nos da la lengua, nuestro pobre conocimiento de la lengua, pero también, nuestra cosmovisión personal en esa lengua, o en el frío insoportable de la noche, sin más cobijo que las gastadas y deshilachadas palabras de la cotidianeidad.
Muchos poetas, al vislumbrar ese resplandor, urgidos por llegar, emprenden una carrera desesperada, hasta caer exhaustos y morir de sed o perecer de inanición poética en medio de ese arenoso desierto.
Otros, al ver lo arduo del viaje, el largo trayecto a recorrer, se quedan en su lugar, arman una carpa, traen agua envasada, compran mercancías y allí mismo establecen su “casita poética”, y desde allí, desde ese artificioso espacio, lanzan sus palabras en innumerables e innecesarios libros.
La búsqueda de ese territorio luminoso, es también ir en busca de un lenguaje, buscar entre la ruinas de la lengua actual “el habla de la tribu”, tratar de percibir, como dice el poeta Debrik Andrukovich, a la poesía, como “el lenguaje de la luminosidad humana”.
El poeta, el verdadero poeta, busca permanentemente entre los despojos del idioma, el lenguaje de la tribu, de su propia tribu.
Ese, que debería ser, tal vez, el primer paso: escribir con el lenguaje de nuestra tribu, no basta. La poesía, insondable y escurridiza como es, exige más, exige sumergirse profundamente en el ser, hacer un viaje oscuro y recóndito por ese otro erial, que nos acerque al lenguaje primordial, a ese lenguaje ágrafo oculto en la memoria genética del ser, a ese lenguaje que es el habla primordial de la tribu, recuperar la oralidad anterior a la palabra escrita, a la palabra cristalizada y comunicacional, recoger cuidadosa y temblorosamente, esos pequeños guijarros negros y brillantes, esparcidos entre la innumerable arena, en suma, recobrar el habla ancestral del chamán, o sea, el habla del primer poeta del mundo.
Personalmente, después de la gran emoción que me provocó, vislumbrar esa región luminosa e inalcanzable, he emprendido el viaje por ese desierto hace mucho tiempo, y sigo caminando bajo las estrellas, o arrastrándome bajo el calcinante sol, ajeno a las estridencias y rumores que me rodean, pero debo confesar acá, que después de la conmoción inicial, que sentí aquel día, que divisé a lo lejos, ese oasis en medio del desierto, anida en mi ser, la insoportable duda de saber, si voy camino a ese anhelante oasis, o se trata tan solo, de un engañoso espejismo.